miércoles, febrero 27, 2008

Daniel Maldad

La sala de conferencias del cuarto piso de Olga Cossettini 1553 tiene un televisor que transmite todo el tiempo el canal de noticias C5N.

Agregado

Digo, por último, que no habría que confundir la heterogeneidad progresista con la cadena de diferencias nucleada en torno a un significante vacío como en Laclau, bla bla bla. Hay dos millones de libros escritos para desentrañar la identidad peronista y explicar como convivieron en él Osinde y Norma Arrostito, o Cooke y Vandor. No quiero meterme en eso, las explicaciones son varias (e insatisfactorias, porque la pregunta sigue en pie) pero el hecho es que sí se puede hablar de "identidad peronista" y que esa identidad se ha cristalizado en un movimiento político. El libro de Daniel James sobre la resistencia peronista, me parece de lo mejor que se escribió sobre el tema. En el caso del progresismo, tal como se expresa en la posición "soy progresista" (digamos a un nivel silvestre, tal como lo leemos en la prensa, o lo escuhamos en la vida cotidiana) apenas está una palabra en común, que muchas veces sirve para no pronunciar otra palabra (izquierda, centroizquierda), pero por debajo apenas hay algunas imágenes y símbolos débiles, que no alcanzan para conformar un sentido "fuerte". Probablemente se deba al fracaso del alfonsinismo y de la Alianza, que impidieron que se conformara una tradición en ese sentido, no sé.

Todo el poder a ................. (complete lo que corresponda)

Son interesantes los planteos que hace un par de días se hicieron acá sobre el dificultades del progresismo con el poder, con su práctica y objetivos. Pero me gustaría ir a algo más básico: la palabra "progresista" misma. ¿Qué es? ¿A qué identidad responde? No hablo en términos universales, sino a cómo se usa en la Argentina, a qué hace referencia en la política del país.
Me da la sensación que muchas veces el término ocupa el lugar de comodín fácil, una definición que más o menos el interlocutor entiende pero sobre la que mejor no hacer muchas indagaciones. "Yo soy progresista" se dice con toda buena voluntad, y concedamos en mucha gente, convencimiento. Una serie de símbolos identitarios de estos últimos 25 años que congregan imaginativamente a cierta gente: el juicio y castigo a los militares de la dictadura, el anti-menemismo (estético y político, según los casos), cierta referencia a la socialdemocracia europea (más el PSOE que el Laborismo británico), ciertas simpatías internacionales e históricas (Fidel, Cuba romantizada, los sesentas, ¿los setentas?, ¿Chávez? mmmm). Más allá de eso, si la charla se profundiza y seguimos ahondando en los rasgos de la identidad progresista, encontramos diferentes cosas. Desde los ex PC, los ex MAS, los ex PI, los antiguos fascinados por el caudillo del Varela Varelita, desengañados alfonsinistas, tímidos kirchneristas-hasta-ahí, socialistas viejos y nuevos, etc, etc, etc. Por supuesto, también están los que usan el término "progresista" como un esmalte finito y transparente para cubrir la indecisión o cierta vaporosa identificación "con la sensibilidad social y la buena onda". Progresismo(s) blancos, aunque ahora estemos enamorados del negro Obama.
Por eso, creo, es díficil lograr una pragmática del poder cuando, no sólo hay que sobreponerse a los fracasos históricos (del IPA al procesamiento por coimas de De La Rúa, ¿cómo se levanta a ese muerto?) y a la ocupación del espacio que ejerce el peronismo, sino que hay que ir sincerando las identidades, lo que de hacerse, claro, dejará a gente afuera, del otro lado.
Además de las preguntas que lanzaba María Esperanza en La Barbarie (sobre el poder, sobre cómo se acumula y para qué) hay que plantear dos cuestiones más incómodas: ¿Qué es ser progresista? ¿Quiénes son los progresistas?

(El chiste de Rep de hoy en Página 12, resume bastante bien ese estado indeciso y frágil de la identidad progresista argentina de la que hablaba.)

lunes, febrero 25, 2008

Words are flying out like endless rain into a paper cup


El otro día coincidimos con Henry que si un psicópata te pone un revólver en la cabeza (alguien tipo Bardem en la última de los Coen, ponele) y te obliga a elegir una y sólo una canción de los Beatles, elegiríamos Across the Universe.

Con Vawe acordamos, también, que la versión de Fiona Apple estaba más que bien.


Jai guru deva om

Jai guru deva om

(In memoriam, por qué no, del chanta este que se fue hace poco al cielo de los Vedas, y que en su momento, dicen, supo comerse a la entonces apetecible Mia Farrow)

domingo, febrero 24, 2008

Siguiendo

Quiero decir, nada peor para elaborar algo medianamente crítico que la sana indignación que surge cuando uno lee las declaraciones de los macristas justificando el desalojo, o se entera del proyecto de un diputado del PRO (salió ayer en Perfil) que propone prohibir el ingreso de cartoneros a la capital. Sí, la palabra apartheid viene sola.
Ahora que releo lo que escribí abajo veo que me dejé llevar por esa indignación. Cuando pasa eso uno cae en obviedades que deberían darse por sabidas. Obvio que los vecinos de Belgrano no quieren ver pobres, por eso viven en Belgrano. Obvio que Macri y cía quieren una ciudad para los happy few, están cumpliendo a rajatabla sus promesas, están cumpliendo aquello por lo que fueron votados. Todo eso no debería sorprendernos, no debería ser más que una triste confirmación de lo que ya sabíamos. En vivo y en directo. A veces me da risa cuando escucho a gente negar la lucha de clases. Siempre está ahí, frente a nuestros ojos. Leamos Ámbito Financiero, leamos La Nación (desde el editorial al suplemento de polo, desde la sección Sociedad al foro de internet), hablemos con 7 de 10 porteños: lucha de clases. Más o menos solapada, más o menos explícita, me pongo hobbesiano y diría bellum omnium contra omnes. Lo de Barrancas es eso, no lo neguemos. El espacio es chico y no todos podemos ni queremos convivir en él.
Ahora, si queremos encubrir eso apelando a la salubridad, a la higiene, al "nido de chorros", al paco, a la santa seguridad, al amor al prójimo, a la conciencia social, al bienestar general, etc., es una decisión de cada uno. Todos tenemos (y de hecho lo hacemos) el derecho a contarnos a nosotros mismos las historias que nos hagan sentir buenos, todos tenemos el derecho a nuestras propias fábulas tranquilizadoras, a nuestras teodiceas como diría Weber, a hacer de la necesidad virtud como diría Bourdieu.
Me acuerdo que tipo año 2002, en una entrevista, la profesora Sarlo había llamado a los cartoneros cirujas. El otro día la sensible y bien intecionada Mónica Gutiérrez en su programa de cable a donde siempre invita mujeres golpeadas y feministas aguerridas, entrevistó a una cartonera de Barrancas y le preguntó hacía cuanto que "revolvía basura". La tipa le contestó que no "revolvía basura" que ella trabajaba. Para algunos será sólo una diferencia semántica, para otros - entre los que me cuento - es una diferencia moral. Y más: una diferencia política. Los que revuelven basura están solos, están liquidados. Los que trabajan - los que llaman a su hacer trabajo - al menos saben que cuentan con esa fuerza y que nadie va a hacer nada por ellos excepto ellos mismos. Animal Laborans / Homo Faber / Homo Politicus.

sábado, febrero 23, 2008

El derecho a la ciudad

A fin de cuentas, lo que está siempre en cuestión es el derecho a existir. No es algo dado, algo sobrentendido. Es, como en el resto de las interacciones sociales, una cuestión de poder en última instancia. Y es una obviedad decir que en un régimen capitalista ese poder que cada uno detenta se expresa principalmente en los recursos económicos que posea. No únicamente, pero sí principalmente.
El desalojo sin orden judicial (¿pero cambiaría algo la cuestión que hubiera sido con orden judicial?) de los cartoneros asentados en Barrancas de Belgrano revela quienes tienen derecho a usar la ciudad, quienes tienen derecho a hacer uso del espacio público. La doxa progresista de los burócratas y los vecinos bien pensantes concibe al espacio público como una zona donde las diferencias de clase quedarían suspendidas, mágicamente, en favor de una igualdad temporaria, una igualdad cuasi ateniense donde sólo la cualidad de "ciudadanos" abre la puerta del disfrute urbano a todos por igual.
Las cosas son bien diferentes a la bella doxa que elaboran en sus escritorios y ONGs los cráneos del pensamiento urbano. El espacio público es espacio social y en él juega la misma lógica que en el espacio privado: para vivir en un depto de Barrancas tenés que tener plata y pertenecer a cierto estrato socioeconómico, tenés que tener cierta posición. Lo mismo para usar el espacio público de Belgrano. Si no cumplís esas condiciones, afuera.
El caracter "igualitarista" de la Argentina del siglo XX - del que hablaba nostálgicamente Lucas Rubinich en una nota en P/12 esta semana - hace tiempo que se fue al tacho. Ahora, desde la derecha se erige el viejo discurso del orden (la limpieza, la salubridad, el cuidado de la estética de una ciudad cada vez más diseñada como paseo turístico, el fantasma de la delincuencia) y desde la progresía bondadosa se exhorta a la aplicación de soluciones asistenciales que les permitan a sus psicoanalizados vecinos conciliar el sueño.
Así como el aumento incensante de los alquileres está, silenciosamente, expulsando de la ciudad a miles de familias pobres, así como las normas de habilitación heredadas de la paranoia post Cromañón han logrado cerrar numerosos espacios culturales y comerciales, la embestida decidida del gobierno PRO y el apoyo de los vecinos que no quieren oler a un pobre en sus cuidados espacios verdes, están rediseñando una ciudad cada vez más homogénea socialmente. Una ciudad donde el derecho a usarla esta reservado para unos, felices y educados, pocos.

sábado, febrero 09, 2008

Para acabar de una vez con toda la cultura

1- Feinmann ("el bueno", José Pablo) cruza Paraguay a la altura de Azcuénaga, lo rodean dos minitas bastante buenorras que le hablan con esa miradita tan sumisa de la alumna que quiere trepar. Ay nena, ni que fuera Horkheimer el boludo ese. Ni que fuera, te diría, un Tomás Abraham que al menos tiene su onda (y una fábrica de medias en Ciudadela). Feinmann les dice a las minitas mientras esperan el verde del semáforo: sí, sí, claro, claro, eso, así, así. Las trepas se desviven por colar algún bocadillo minimamente interesante: sueñan con acomodarle los papeles a Feinmann en esos cursos pedorros que da en la escuela lacaniana (o psiconalítica, me confundo) esos cursillos de Nietzsche y el peronismo, de Heidegger y la Dictadura de Videla, de Foucault y Kirchner, esos cursos que recicla de los suples de Página, esos divagues que pergueña para convencer a una clientela cautiva de que la filosofía puede ser accesible o peronista.

2- O la minita solitaria que baja desesperada al chino a las 9:55 para comprar su bandejita de verduritas antes de que cierre. La ciudad es terrible para esas almas, tan cruel. La minita deja prendida la PC, deja prendido el msn, chatea con un escritor. Buenos Aires roza los cuarenta grados, un asco. El escritor está en Europa, allá son las 3 de la mañana y hace un frío de esos que baten récords de homeless congelados hasta la muerte. El nickname del tipo es Meursault, algo obvio, poco original pero que sirvió para establecer un punto en común al principio de la historia. La mina y el escritor chatean todas las noches sin falta, siempre a la misma hora. Digamos que el escritor es francés. Digamos que el escritor es un hijo de puta. Digamos que el escritor es Michel Houellebecq. Hablan sobre Buenos Aires y sobre París, sobre Alfred Jarry, sobre Marcel Mauss, sobre los rumores de que Cortázar (a quien Houellebecq desconocía) murió de sida. Siempre hay un punto, pasadas las cinco de la mañana hora argentina en que la conversación comienza a languidecer. El escritor se muestra parco, contesta con oui y con non, con frases cortas que hacen desesperar a la mina - lo voy a perder, lo voy a perder. El escritor conecta la web cam y aparece la parte superior de su cabeza, un fondo de pared blanca, una puerta abierta. Le dice friamente que se está masturbando, que ella haga lo mismo. Aunque la situación es ridícula (y ella no puede evitar pensar en ese rídiculo, en ese absurdo a diez mil kilómetros de distancia, pero el miedo es más fuerte) se mete la mano en la bombacha. Primero por encima de la tela, después haciéndo a un lado la prenda, convirtiendo el triangulito en una tensa tira de tela oprimida contra el muslo. Cierra los ojos para no ver la pantalla, el pelo ralo del escritor, la pared blanca. Cuando abre los ojos hay un mensaje de despedida: hasta mañana, que duermas bien. Usuario no conectado.

3- He visto a las más desoladoramente tristes mentes de mi generación imitar a Woody Allen en la puerta de la Lugones, del Cosmos, del Rojas: las chicas que los acompañaban siempre parecían tener ganas de irse con otro.