Y ella dice: nunca vas a entender lo que sentí ese día. Pero fue una noche, querida, amor, y yo creo que sí lo entendí, creo que si pude enteder como pocas veces pude enteder algo. Pero no digo eso sino que me quedo parado en medio de la sala, de la sala de la casa prestada donde pasamos el verano y cuyo piso de madera oscura es cruzada oblicuamente por unos rayos de sol cansados, agotados, que se estiran por la ventana como diciendo "este es nuestro último esfuerzo, después vendrá la noche y no sabemos bien si volveremos así que podrías mostrarnos un poco más de interés, por favor, por favor". En vez de decirlo me quedo mirando su espalda -ella me da la espalda- y el contorno de su pelo donde unos cabellos parecen erizados como antenas rotas apuntando hacia cualquier dirección. Esas antenas chiquitas que no logran trasmitirme nada más que su mantra repetido: nunca vas a entender lo que sentí esa noche -aunque sé muy bien, lo sé mejor que ninguna otra cosa, que no fue un día sino una noche. Una noche cargada con el vértigo de un acontecimiento inesperado, con el ir y venir desesperado por todas las habitaciones de la casa -del baño a nuestra habitación, otra vez al baño donde ella estaba inmóvil, largos trancos hacia el teléfono, llamadas equivocadas por la torpeza de mis dedos, el salir corriendo de nuestra casa, el mundo exterior detenido, avanzando tan lentamente, afuera la normalidad parecía moverse en cámara lenta en comparación con nuestra urgencia, con nuestra emergencia, y en el taxi el único recuerdo táctil de esa noche, su vientre parecía lleno todavía.
Cuando ella se duerme salgo al jardín de la casa. Detrás de los límites de nuestro hogar prestado la ciudad está hundida en el silencio que sucede a la vuelta de las familias de la playa y que antecede a sus excursiones nocturnas: baños sobre la piel quemada por el sol, desorden de ropas sobre las camas, los niños cansados remolonean y se ponen de mal humor, libros cerrados con partículas de arena entre las páginas: entre una escena de sexo y una despedida, entre la resolución de un enigma y la cárcel para el culpable, entre un recuerdo de infacia y el desenlace de una vida aventurera: pequeños, olvidados, granos de arena de playa.
Me siento en una silla de jardín debajo de un árbol alto y sobre mí aparece la luna. Mi esposa duerme la injusticia del mundo, las fallas del cuerpo, la aspereza de lo no dado, la ruina de las esperanzas. No necesito mirar la luna para saber lo me recuerda. Pálida, con una luz prestada por su padre el Sol: flota con el brillo apagado de un pequeño embrión de hombre.
Y en voz baja pronuncio el nombre de mi hijo no nacido.
Cuando ella se duerme salgo al jardín de la casa. Detrás de los límites de nuestro hogar prestado la ciudad está hundida en el silencio que sucede a la vuelta de las familias de la playa y que antecede a sus excursiones nocturnas: baños sobre la piel quemada por el sol, desorden de ropas sobre las camas, los niños cansados remolonean y se ponen de mal humor, libros cerrados con partículas de arena entre las páginas: entre una escena de sexo y una despedida, entre la resolución de un enigma y la cárcel para el culpable, entre un recuerdo de infacia y el desenlace de una vida aventurera: pequeños, olvidados, granos de arena de playa.
Me siento en una silla de jardín debajo de un árbol alto y sobre mí aparece la luna. Mi esposa duerme la injusticia del mundo, las fallas del cuerpo, la aspereza de lo no dado, la ruina de las esperanzas. No necesito mirar la luna para saber lo me recuerda. Pálida, con una luz prestada por su padre el Sol: flota con el brillo apagado de un pequeño embrión de hombre.
Y en voz baja pronuncio el nombre de mi hijo no nacido.
2 comentarios:
Permitame mandarle un abrazo. O dos, si quiere.
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