Parques de Beijing. El detective Wan corre por un sendero de piedritas blancas esquivando viejos que hacen tai chi y cagadas de perros pequineses. En su mp4 suena música occidental, la única que Wan puede soportar: Occidente, occidente. Algo de la Velvet Underground, algo de Jesus and Mary Chain, algo de My Bloody Valentine, algo de Guided By Voices. Wan corre y el silbido de sus pulmones acompaña las guitarras de esas bandas ya desaparecidas, disueltas, que alguna vez existieron y tocaron en escenarios de Londres y Nueva York, y son esas referencias a esas ciudades que Wan no conoce (pero desea ardientemente visitar algún día) las que más lo atraen de esa música. Nada de "cultura local" para Wan. Dejenme a un lado de esas canciones chinas cantadas por diminutas mujeres de pies aprisionados o por hombres afeminados con la cara blanqueada con polvo de arroz que gimen leyendas campesinas de la dinastía Ching. Dejenme de joder con los himnos proletarios de los años sesentas. No me mezclen con ninguna de esas cantatas de la Larga Marcha, con nada del Camarada Mao, con nada de esa épica atrasada. Sí, Wan odia a su país. Wan añora Occidente, o por lo menos lo que sabe de Occidente, su imagen personal de Occidente.
Y no se trata solamente de la versión exportable de Occidente que actualmente recorre China. Esas imágenes que acompañan el desembarco de las corporaciones europeas y norteamericanas, que vienen incorporadas con los rascacielos de las empresas internacionales, que viajan en los Volvos de los gerentes franceses, belgas, ingleses, americanos que recorren los barrios modernos de Beijing, reflejando en sus vidrios polarizados a viejas vendedoras de cabezas de cerdos o mantarrayas o cuernos de rinocerontes; esos gerentes rubios y de trajes negros que pasean con sus esposas rubias y sus hijos rubios con anteojos de harry potter por los parques, templos, museos y ciudades amuralladas de China. "¿Mira Larry, no es adorable ese jarrón? Se parece al que mamá tenía en su casa de los Hamptons, ¿recuerdas?".
Esa avanzada occidental genera sus propios adeptos en los chinos más vulgares e incultos. Mujeres de burócratas que se operan los ojos para agrandárselos; chicas estudiantes de arte que copian el vestuario de Brittney Spears; comerciantes esperanzados en subirse a la Gran Tren del Progreso que se queman las pestañas estudiando inglés hasta altas horas de la noche, repitiendo frases ridículas de un Cd-Rom fabricado por inmigrantes latinos o checoslovacos en algún instituto de enseñanaza de Tallahassee, Florida: "¿Cómo estás tu? Yo estoy muy bien, gracias. ¿Qué tiempo es ahora, señorita? Falta un cuarto para las diez, señor".
Esa avanzada occidental genera sus propios adeptos en los chinos más vulgares e incultos. Mujeres de burócratas que se operan los ojos para agrandárselos; chicas estudiantes de arte que copian el vestuario de Brittney Spears; comerciantes esperanzados en subirse a la Gran Tren del Progreso que se queman las pestañas estudiando inglés hasta altas horas de la noche, repitiendo frases ridículas de un Cd-Rom fabricado por inmigrantes latinos o checoslovacos en algún instituto de enseñanaza de Tallahassee, Florida: "¿Cómo estás tu? Yo estoy muy bien, gracias. ¿Qué tiempo es ahora, señorita? Falta un cuarto para las diez, señor".
Ninguna de esas imposturas le cuadran a Wan. Él añora el Occidente modernista de las mejores cosas: la revolución industrial, las ciudades anónimas, las largas novelas sociales del siglo XIX, la música dodecafónica, las películas en blanco y negro de Lubitsch, la era del capital, los cuadros de Rothko, las canciones de los Who, la espalda de de Janet Leigh en Psicosis antes de ser acullillada, el horizonte recortado de los rascacielos de Nueva York tal como se ve desde el ferry de Staten Island, la silueta cubierta de petroleo de James Dean en Gigante, cierta calle de Roma que termina abruptamente en un restorán con mesas sobre el Tíber, el color de los adoquines de París iluminados por un Citroen Palas a las cuatro de la mañana, Malcom McDowell y sus secuaces ropiéndoles las piernas a un mendigo en A Clockwork Orange, el sabor de un café con leche recién hecho en un tugurio de la Gran Vía, la suma de todas las miserias, grandezas, pecados y atrocidades del lejano Occidente.
Por eso Wan es un bicho raro. Por eso lo odian en el departamento de policía de Beijing. Por eso no saben cómo sacárselo de encima. Y ahora, mientras trota por el parque central de Beijing, tapándose los oídos con una canción de The Police, medita la propuesta que le acaban de hacer: irse a investigar a Buenos Aires el misterioso asesinato de diez ciudadanos chinos en manos de un supuesto serial killer. Sería, se trata de convencer, la oportunidad por fin de conocer el otro lado del mundo, la oportunidad de dejar atrás la mediocridad oriental. Lo intriga esa ciudad sudamericana de la que no sabe nada, de la que ha podido juntar poca información. Lo atrae la posibilidad de abandonar todo lo conocido, su casa, sus amigos, sus jefes, el polvo de Beijing que se le mete en los pulmones, el atraso milenario de China que se insinua en cada esquina, en cada intersección en la forma de pagodas repletas de momias confucianas, de retratos del Gran Timonel, en malas copias de los productos más bajos de la industria occidental. Piensa Wan: Buenos Aires, la oportunidad de empezar de cero, la chance única de penetrar en occidente a través de una puerta lateral. Mejorar mi español, estar atento a las oportunidades, dejar todo atrás. Piensa todo eso Wan mientras Sting termina de cantar la estrofa final de Message in a Bottle y él sale trotando del parque de Beijing para internarse en el barrio de casas bajas donde se encuentra su departamento. Y mientras la vieja portera de su casa lo saluda y le dice que está cada día más flaco, Wan sólo piensa en huir, en huir de una vez por todas.
(Fragmento de un capítulo de la ¿novela? homónima)
Por eso Wan es un bicho raro. Por eso lo odian en el departamento de policía de Beijing. Por eso no saben cómo sacárselo de encima. Y ahora, mientras trota por el parque central de Beijing, tapándose los oídos con una canción de The Police, medita la propuesta que le acaban de hacer: irse a investigar a Buenos Aires el misterioso asesinato de diez ciudadanos chinos en manos de un supuesto serial killer. Sería, se trata de convencer, la oportunidad por fin de conocer el otro lado del mundo, la oportunidad de dejar atrás la mediocridad oriental. Lo intriga esa ciudad sudamericana de la que no sabe nada, de la que ha podido juntar poca información. Lo atrae la posibilidad de abandonar todo lo conocido, su casa, sus amigos, sus jefes, el polvo de Beijing que se le mete en los pulmones, el atraso milenario de China que se insinua en cada esquina, en cada intersección en la forma de pagodas repletas de momias confucianas, de retratos del Gran Timonel, en malas copias de los productos más bajos de la industria occidental. Piensa Wan: Buenos Aires, la oportunidad de empezar de cero, la chance única de penetrar en occidente a través de una puerta lateral. Mejorar mi español, estar atento a las oportunidades, dejar todo atrás. Piensa todo eso Wan mientras Sting termina de cantar la estrofa final de Message in a Bottle y él sale trotando del parque de Beijing para internarse en el barrio de casas bajas donde se encuentra su departamento. Y mientras la vieja portera de su casa lo saluda y le dice que está cada día más flaco, Wan sólo piensa en huir, en huir de una vez por todas.
(Fragmento de un capítulo de la ¿novela? homónima)
2 comentarios:
Yo diría que el comienzo ha sido con toda fuerza.
Comenzó la novela?
La siguió?
Pinta buena.
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