Vivir nuestra ciudad. Creo que en Dublineses, o en algún otro lugar que se me escapa si es que no se trata de Dublineses, Joyce decía algo así como que siempre se trata de "denunciar el alma de esa hemiplejía o parálisis llamada ciudad". Y entonces, de nuevo caminando por Buenos Aires tenemos una sensación parecida. Nos adentramos primero por donde Rivadavia adquiere su grosor natural que la acompañará hasta lo más profundo de la pampa. A la altura del teatro Liceo, Rivadavia es una calle angosta y angustiante, edificios de principio de siglo y bodegones españoles, hoteles-pensiones, los restos-ahí-tirados-en-el-piso del corso de la Avenida de Mayo: envases de Rey Momo, borrachos durmiendo en la calzada, grupitos de amigos cagándose a golpes con botellas pardas de cerveza. Alguien repara en el ruido de los grillos que resuenan en la magrugada: sí, grillos. Alguien, yo, hace un chiste sobre aviones fumigadores del Gobierno de la Ciudad que arrojan noche a noche miles de grillos sobre el cemento urbano con la intención de darle a la ciudad un aire más campero y relajado. Es una hipótesis loca pero no descarto que sea cierta.
Unas cuadras más atrás nos habíamos cruzado nuevamente con el Poeta Perdido, frente a la Continental de Callao y Corrientes, una presencia invisible que pasa a nuestro lado como si no nos conociera. En fin, supongo que a esta altura de las cosas ya somos mutuamente desconocidos.
El calor había sacado, como sucede en verano siempre, las más extrañas criaturas a la calle. Se desplazaban lentamente, miraban con ojos torvos, todo fluía a dos velocidades menos que lo normal. En Yrigoyen y 9 de Julio los darks departen amablemente, los adolescentes pugnan por entrar al antro antes conocido como El Dorado. Nos quedamos afuera y escuchamos por unos minutos los one hit wonder de los años ochenta. Pero no son los años ochenta, eso sí que no.
Adentrarnos en Lavalle fue una decisión dificil. Se escucha un comentario racista sobre la tarea inconclusa de Roca. Hay quien piensa en ese cuento del Cortázar pre castrista, del Cortázar gorila: Las puertas del cielo. Uno que canta a los gritos Let It Be de los Bealtles, frente a los fichines a los que solía escaparme en las horas libres. Sus alaridos se escuchan a diez cuadras de distancia: Mother Mary comes to me... La gente arrastra los pies, se rie, se agolpa por un superpancho, todos fluyen hacia 9 de Julio, todos caminan hacia la salida. Nosotros hacemos el trayecto inverso.
En la bajada de Lavalle a Alem hay una de las obras por las que nuestro querido alcalde será recordado por los siglos de los siglos: una peatonalización coqueta con banquitos de cemento y muchos tachos de basura que nadie usa. Allí el paisaje social cambia: ahora son ingleses y españoles y alemanes que salen y entran de Bahrein, un ex banco devenido boliche. Los grillos, los grillos, ay, siguen cantando.
En el Yacht Club de Puerto Madero hay una fiesta. Desde el otro lado del dique, a través del agua, oímos las melodías de Los Auténticos Decadentes, Jazzy Mel, Los Pericos y los Paralamas. Hay una dictadura de la música pasable en una fiesta. Tal vez el pop berreta sea la auténtica democracia ya que trasciende barreras socioeconómicas. El pop como metáfora de una posible sociedad sin clases. Pero la hipótesis se agota ahí mismo: se trataría de una sociedad sin clases en la cual no querría participar. Barajamos la posibilidad de colarnos en la fiesta, pero reconocemos que no estamos con el ánimo adecuado para tan magna empresa.
El final de la noche coincide con el final de la ciudad. No hay más ciudad para seguir caminando, si la hubiera, si no hubiera río, hoy estaríamos en Colonia del Sacramento. Contra el murallón de la costanera, entre un carrito de choripanes llamado El Diegote y otro llamado El Sueño, contemplamos los silenciosos trabajos arquitectónicos del menemismo tardío. En unos años esto no va a existir.
Detrás, entre los pastizales acumulados largamente por la labor del río, más allá de los árboles intrusos, la noche comienza a desgajarse. Y el canto de los grillos acá ya no parece tan desubicado: son animales nobles, traídos en el lomo de los camalotes, desde el norte cálido del Delta, desde una geografía quieta y natural. Y cantan porque es lo único que saben hacer.
Unas cuadras más atrás nos habíamos cruzado nuevamente con el Poeta Perdido, frente a la Continental de Callao y Corrientes, una presencia invisible que pasa a nuestro lado como si no nos conociera. En fin, supongo que a esta altura de las cosas ya somos mutuamente desconocidos.
El calor había sacado, como sucede en verano siempre, las más extrañas criaturas a la calle. Se desplazaban lentamente, miraban con ojos torvos, todo fluía a dos velocidades menos que lo normal. En Yrigoyen y 9 de Julio los darks departen amablemente, los adolescentes pugnan por entrar al antro antes conocido como El Dorado. Nos quedamos afuera y escuchamos por unos minutos los one hit wonder de los años ochenta. Pero no son los años ochenta, eso sí que no.
Adentrarnos en Lavalle fue una decisión dificil. Se escucha un comentario racista sobre la tarea inconclusa de Roca. Hay quien piensa en ese cuento del Cortázar pre castrista, del Cortázar gorila: Las puertas del cielo. Uno que canta a los gritos Let It Be de los Bealtles, frente a los fichines a los que solía escaparme en las horas libres. Sus alaridos se escuchan a diez cuadras de distancia: Mother Mary comes to me... La gente arrastra los pies, se rie, se agolpa por un superpancho, todos fluyen hacia 9 de Julio, todos caminan hacia la salida. Nosotros hacemos el trayecto inverso.
En la bajada de Lavalle a Alem hay una de las obras por las que nuestro querido alcalde será recordado por los siglos de los siglos: una peatonalización coqueta con banquitos de cemento y muchos tachos de basura que nadie usa. Allí el paisaje social cambia: ahora son ingleses y españoles y alemanes que salen y entran de Bahrein, un ex banco devenido boliche. Los grillos, los grillos, ay, siguen cantando.
En el Yacht Club de Puerto Madero hay una fiesta. Desde el otro lado del dique, a través del agua, oímos las melodías de Los Auténticos Decadentes, Jazzy Mel, Los Pericos y los Paralamas. Hay una dictadura de la música pasable en una fiesta. Tal vez el pop berreta sea la auténtica democracia ya que trasciende barreras socioeconómicas. El pop como metáfora de una posible sociedad sin clases. Pero la hipótesis se agota ahí mismo: se trataría de una sociedad sin clases en la cual no querría participar. Barajamos la posibilidad de colarnos en la fiesta, pero reconocemos que no estamos con el ánimo adecuado para tan magna empresa.
El final de la noche coincide con el final de la ciudad. No hay más ciudad para seguir caminando, si la hubiera, si no hubiera río, hoy estaríamos en Colonia del Sacramento. Contra el murallón de la costanera, entre un carrito de choripanes llamado El Diegote y otro llamado El Sueño, contemplamos los silenciosos trabajos arquitectónicos del menemismo tardío. En unos años esto no va a existir.
Detrás, entre los pastizales acumulados largamente por la labor del río, más allá de los árboles intrusos, la noche comienza a desgajarse. Y el canto de los grillos acá ya no parece tan desubicado: son animales nobles, traídos en el lomo de los camalotes, desde el norte cálido del Delta, desde una geografía quieta y natural. Y cantan porque es lo único que saben hacer.
1 comentario:
Cuanta narrativa se pierde al caminar hacia Uriburu.
Publicar un comentario