El pueblo donde fui a parar ese verano era famoso por los avistajes de ovnis. A la entrada, sobre la ruta que lo comunicaba con la gran capital, un enorme cartel de cielo estrellado daba la bienvenida a los visitantes, a los visitantes terrícolas y a los extraterrestres. En la calle principal viejos hippies vendían souvenires alusivos a lo intergaláctico. Tomaban mate en postura zen y se dejaban acariciar por el sol de la tarde mientras los turistas miraban cansados la mercadería. Compré un pequeño cenicero con forma de platillo volador. Compré también un llaverito alien. Compré por misericordia de Dios un juego infantil que consistía en una especie de ajedrez con figuras de extraterrestres. Todas esas cosas descansan frente a mí ahora, tantos años después, cuando el cielo de la Gran Capital está nublado y la luz muerta de las estrellas choca contra un manto de nubes.
La ascensión a la montaña la podías hacer caminando. O en auto. O en un pequeño micro escolar conducido por otro antiguo sobreviviente de los hippies. Yo fui en el colectivo. Al lado mío se sentó una mujer de anteojos oscuros cargada de instrumentos fotográficos. Me dijo que viajaba por toda Latinoamérica fotografiando ovnis. Me dijo que contaba con más de veinticinco avistajes y dos encuentros cercanos del tercer tipo. Nunca había sentido tanta paz en la vida como en esos encuentros. Por eso seguía viajando en la ruta de las naves espaciales. Todo eso ya se había convertido en una misión para ella, en una forma de vida. Tuve un poco de miedo de que estuviera diciendo la verdad. Tuve miedo de convertirme en alguien así.
Yo no vi nada. Pero más tarde algunos comentaban que habían visto una luz violeta cruzando el cielo y una luz anaranjada siguiéndola más atrás y más lentamente. Naves rezagadas, fuselaje cansado por el viaje, luminiscencias agotadas atravesando el cielo nocturno, apagándose lentamente, despareciendo tras la montaña.
En el bar del hotel, al otro día, me encuentro con la mujer de las cámaras fotográficas. Le pregunto si vio algo. Me dice que sí, que fue "maravilloso e inolvidable". Le pido que me muestre las fotos, estoy al borde del colapso en ese bar soleado donde los ufólogos desayunan medialunas con café con leche. Necesito verlas. Necesito verlas, por favor. La mujer me mira con lástima y me dice que suba con ella a la habitación, que tiene las cámaras ahí. Las persianas cerradas, la cama revuelta, la ropa tirada por el piso. Las fotos. Las fotos, por favor. Ella se pone a reir y me dice que no me apure, que ya me las muestra. Nos sentamos en la cama, uno al lado del otro. Me pregunta si creo. Claro que sí: creo en todo, en este momento creo en todo, todo es tan real. Hay un ventilador de techo blanco que emite ruiditos fatigados, sus aspas cortan el aire y lo dividen en dos: aire nuevo sobre mí, aire viciado en tono a mí. Me da una de las fotos y apenas alcanzo a ver un todo negro que cubre el cuadro por entero. Me concentro buscando la luz cansada de las naves, una línea luminosa que acredite su presencia, una raya violácea que dibuje la palabra "creencia" con su estela. Me recuesto en la cama para descansar. Ella, algo, me tapa los ojos. Me dejo caer en el precipicio. Todo está oscuro pero escucho que muy a lo lejos alguien me llama por mi nombre en un idioma desconocido. Y extrañamente voy hacia la voz.
La ascensión a la montaña la podías hacer caminando. O en auto. O en un pequeño micro escolar conducido por otro antiguo sobreviviente de los hippies. Yo fui en el colectivo. Al lado mío se sentó una mujer de anteojos oscuros cargada de instrumentos fotográficos. Me dijo que viajaba por toda Latinoamérica fotografiando ovnis. Me dijo que contaba con más de veinticinco avistajes y dos encuentros cercanos del tercer tipo. Nunca había sentido tanta paz en la vida como en esos encuentros. Por eso seguía viajando en la ruta de las naves espaciales. Todo eso ya se había convertido en una misión para ella, en una forma de vida. Tuve un poco de miedo de que estuviera diciendo la verdad. Tuve miedo de convertirme en alguien así.
Yo no vi nada. Pero más tarde algunos comentaban que habían visto una luz violeta cruzando el cielo y una luz anaranjada siguiéndola más atrás y más lentamente. Naves rezagadas, fuselaje cansado por el viaje, luminiscencias agotadas atravesando el cielo nocturno, apagándose lentamente, despareciendo tras la montaña.
En el bar del hotel, al otro día, me encuentro con la mujer de las cámaras fotográficas. Le pregunto si vio algo. Me dice que sí, que fue "maravilloso e inolvidable". Le pido que me muestre las fotos, estoy al borde del colapso en ese bar soleado donde los ufólogos desayunan medialunas con café con leche. Necesito verlas. Necesito verlas, por favor. La mujer me mira con lástima y me dice que suba con ella a la habitación, que tiene las cámaras ahí. Las persianas cerradas, la cama revuelta, la ropa tirada por el piso. Las fotos. Las fotos, por favor. Ella se pone a reir y me dice que no me apure, que ya me las muestra. Nos sentamos en la cama, uno al lado del otro. Me pregunta si creo. Claro que sí: creo en todo, en este momento creo en todo, todo es tan real. Hay un ventilador de techo blanco que emite ruiditos fatigados, sus aspas cortan el aire y lo dividen en dos: aire nuevo sobre mí, aire viciado en tono a mí. Me da una de las fotos y apenas alcanzo a ver un todo negro que cubre el cuadro por entero. Me concentro buscando la luz cansada de las naves, una línea luminosa que acredite su presencia, una raya violácea que dibuje la palabra "creencia" con su estela. Me recuesto en la cama para descansar. Ella, algo, me tapa los ojos. Me dejo caer en el precipicio. Todo está oscuro pero escucho que muy a lo lejos alguien me llama por mi nombre en un idioma desconocido. Y extrañamente voy hacia la voz.
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