Conocí a la famosa Mata Hari en un tren que unía Amberes con París en el otoño de 1914. Fue el otoño anterior a la famosa Primera Guerra Mundial, esa guerra donde las trincheras se construían con cadáveres y las máquinas inventadas por el sueño de la razón positivista demostraron toda su efectividad. Los mismos campos que atravesamos en aquel tren Mata Hari y yo meses después se cubrirían con las marcas de la viruela bélica: pozos excavados donde los soldados jugaban al rummy y escribían cartas a sus infieles novias; pozos separados por la tierra de nadie donde se acumulaban los desechos de las batallas inmóviles que caracterizaron esa contienda. Pero en el tren, en aquel otoño pre bélico, reinaba una atmósfera muy diferente. Mata Hari tenía el poder de hechizar a los hombres: los tres que estábamos en aquel camarote fuimos revelando nuestros más intimos secretos ante la mirada y la sonrisa de esa mujer. Dicen que fue una bailarina exótica y que sus presentaciones eran inolvidables, lamentablemente nunca la pude ver actuar sobre el escenario. Me alcazó con lo que vi en el camarote del tren. Una belleza de pelo largo y oscuro que usaba recogido en una coqueta cola de caballo, unos ojos verdes como los campos de labranza belgas que se colaban por la ventanilla, una sonrisa amplia que dejaba ver sus blanquísimos dientes y que lo sumergían a uno en una sensación de vértigo, su cuerpo era pequeño pero con tallado tan proporcionalmente que nada sobraba ni faltaba en él. Ahí estaba yo, recién subido al tren con mis tres vecinos de camarote, intimidado y deslumbrado ante aquella mujer que apenas murmurando unas palabras nos incitaba a contar nuestras intimidades.
El primero en hablar fue un obeso banquero de Amberes que se lanzó a relatar con lujo de detalle su enamoramiento clandestino con un joven dependiente de su banco. Hablaba de él como de una princesa, lo ascendía con sus palabras a las cumbres de la belleza, la inteligencia, la generosidad. Mata Hari asentía con la cabeza y desplegaba la sonrisa, movía uno de sus pequeños pies hasta rozar nuestras rodillas: lábil pez en el río de la lujuria. El banquero obeso seguía contando sus amores, perfectamente olvidado de que estaba con extraños, había abierto su corazón a Mata Hari.
Luego del banquero tomó la palabra un joven universitario de Lieja. En lágrimas relató su enamoramiento con una mujer a la que describió como "única" y "maravillosa". Lloraba de pena por el rechazo del que había sido objeto, entre sus sollozos se podía distinguir la culpa que sentía por no haber podido estar a la altura de las circunstancias. Era un espectáculo triste de verdad, y Mata Hari - mi espía- lo calmó tomándole suavemente las manos.
Cuando llegó mi turno estaba decidido a no contar nada. Soy una persona celosa de su intimidad y la perspectiva de verme sumido en el mismo estado que mis compañeros me producía una instantánea aversión. Mata Hari me dirigió unas palabras. Mata Hari me miró a los ojos. Mata Hari deslizó su lábil pez de la lujuria -su pequeña botita negra- hacía mi pierna. Mata Hari mostró una de sus sonrisas. Y me largué a hablar. Cómo lo hicieron igual los oficiales franceses y alemanes en la guerra. No podía sino hablar y confesar los secretos ante esa agente del espionaje emotivo. Conté sobre mi ex mujer, conté sobre mis hijos, conté sobre mis padres. Relaté con detalle mi última aventura amorosa, expuse teorías sobre el amor, sobre el matrimonio, sobre la fidelidad, sobre la intimidad. Mata Hari se arreglaba delicadamente el pelo. Mata Hari miraba y sonreía. Nada de lo que digas puede sorprenderme. Ningún secreto puede escandalizarme. ¿Es necesario decir que me enamoré de Mata Hari? ¿Es necesario confesar que en ella pude entrever un poder, una fuerza, que creía imposible en un ser humano? ¿Y es necesario aclarar que los tres hombres que estabamos en aquel tren, en aquel otoño pre bélico de 1914, el banquero, el joven estudiante, este narrador, todos caímos presos del mismo influjo y que en ese momento hubiesemos hecho cualquier cosa para hacer feliz a nuestra dueña?
Cuando llegamos a París hubiese jurado que estábamos de regreso de un viaje a las entrañas de la tierra, tal era mi agotamiento, tal era mi fragilidad. Mata Hari nos despidió en el andén y nos invitó gentilmente a visitarla en su casa. Todos besamos su mano enguantada e hicimos una torpe reverencia, pero estábamos demasiado cansados como para enhebrar una frase con sentido.
Luego comenzó la guerra y ella se dedicó a extraer secretos más relevantes que las pobres historias de amor de desconocidos reunidos por azar en un tren de épocas pacíficas. Pero nunca nadie, ni antes ni después me produjo la misma sensación de entrega que aquella mujer. Todavía sueño que veo su sonrisa en el fondo de un abismo y que yo me acerco al precipicio y que sin ningún temor me dejo caer, planeando, hacia ella.
3 comentarios:
mirá vos. si quieren venir que vengan, les presentaremos...
en fin, uno se sorprende de sus lectores.
uy, otra vez martín mártir de vaya a saber qué causa.
mariano, ¿eliminó un post?
si, hal, algo que no tendría que haber escrito.
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