"Me despierto a las seis. La semana pasada, mientras removía la tierra del jardín, oí las campanas de la Trinidad. Iré el domingo. Me arrodillo pero estoy demasiado conmovido para articular una oración coherente. Quiero pedir felicidad para mi hija y mayor capacidad de comprensión para mí, pero es un sentimiento rudimentario y próximo al llanto. Tampoco es cuestión de llorar en el comulgatorio, ¿verdad? Las velas, las llamas son innumerables, y buena parte del rito es antigua y audaz. Creo en Dios Padre. ¡Qué declaración tan valiente! Los movimientos del sacerdote, los monaguillos y los comulgantes son como una especie de pavana. Cuando se aproxima el misterio de la Eucaristía, suena la campana de la torre. Estoy conmovido. Al salir de la iglesia me despido del sacerdote, que se ha quitado las pesadísimas vestiduras -herencia del demacrado niño del coro que bendecía a esta grey- y se ha puesto las vestiduras blancas de la misa. 'Buenos días, John', dice. Es el mismo sacerdote -anónimo y no buscado- que me dio la comunión la última vez que creí estar moribundo. No lo había visto desde entonces. No hablamos de la Voluntad de Dios. Nos limitamos a un fuerte apretón de manos y a una carcajada. Los dos lloramos. Llueve torrencialmente y al ir de la iglesia al coche y del coche a la casa me mojo tanto que tiendo la ropa en la cocina. Quisiera llamarle, pero no lo hago."
John Cheever, Diarios.
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