jueves, diciembre 22, 2005

Mis Navidades rusas

Como queríamos una navidad con nieve marchamos a Siberia. Dejamos atrás el calor y la humedad, las almendras pegoteadas por el sudor de las manos navideñas y los lechones adobados con sus vientres cobrizos y resquebrajados. Hacia allá fuimos en nuestro trineo, cruzamos el océano, remontamos los montes Urales y las planicies nevadas de la estepa central. No contaré aquí las cosas maravillosas que vimos en nuestro peregrinar hacia Siberia: los mujiks que nos saludaban al costado del camino, los popes que descubrían sus cabezas para darnos la bienvenida mientras el viento inflaba sus barbas y jugaba con sus sotanas, los siervos de la gleba que enderezaban la espalda a pesar de tener sobre ellas el látigo del amo, los jefes de estación que esperaban en vano la llegada del transiberiano y del paraíso en la tierra tantas veces prometido, los funcionarios administrativos que aguardaban aún el relevo del comité central del partido, juntando resentimiento y coleccionando extrañas clases de mariposas. No diré nada de eso, porque las sensaciones de viaje son demasiado íntimas para exponerlas. Cuando llegamos a Siberia descubrimos que no era todavía navidad porque seguía en vigencia el calendario ortodoxo y ocupamos ese tiempo en perfeccionar nuestro ruso (aprendimos a pronunciar correctamente samovar y dostoievsky) y explorar la comarca. Cazamos osos y lobos. Asistimos a interminables misas bajo la mirada dorada de los iconos. Probamos perdernos en el bosque y reencontrar el camino gracias a nuestras huellas. Descubrimos que el frío era demasiado penetrante para las remeras y saquitos que habíamos traído desde casa. Nos comprometimos a ser mejores personas y a olvidar generosamente los males recibidos. Después volvimos a casa. Ya extrañabamos el calor y el hogar. La nieve nos había cansado un poco, para ser sinceros.

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