martes, noviembre 22, 2005

Hoy asaltamos a Ernest:
Una historia demasiado corta
Una de las excursiones que hicimos ese verano en el sur fue a un lugar llamado Lago Verde. Había que tomar un micro destartalado que unía los distintos parajes dentro del parque nacional y recuerdo que sobre el techo del micro se acumulaban decenas de mochilas, tantas que convertían al micro en un transporte tan alto como los ómnibus ingleses y yo me preguntaba antes de subir si todo ese peso no iba a desequilibrar al micro y no terminaríamos en el fondo de los altos barrancos medio sumergidos en los lagos y entre los altos troncos de los alerces. La vista era estupenda pero yo había dormido mal la noche anterior y el estómago me empezaba a doler y estaba de un humor terrible. Ella en cambio no parecía sufrir ninguna molestia como si la mochila que había cargado durante los últimos quince días no le hubiese afectado en lo más mínimo, sino por el contrario, como si estuviese, allí en medio de los bosques y la montaña, en el ambiente para el que había nacido. Y mientras el micro bordeaba la ruta ella me contaba cosas acerca de sus amigos de antes a los que yo no había conocido, de su familia y de cuanto había deseado cumplir 21 años para, por fin, hacer ese viaje que tanto había soñado. Pero mi humor no era el mejor y simulé tener sueño para dejar de escucharla y en el fondo sentía que no solo le estaba mintiendo sino que también estaba echando por la borda un verano que debería haber sido feliz.
Cuando llegamos al Lago Verde debimos descender un largo camino hasta el campamento y yo me detuve varias veces porque la mochila me pesaba horriblemente y en cambio ella me alentaba a seguir y parecía que sus hombros pudiesen cargar todo el peso del mundo, y mucho más también. Luego armamos la carpa y me tumbé al sol y sin dirigirle la palabra me pude a leer un libro que había llevado desde Buenos Aires. Era un libro muy aburrido y pasaba las hojas sin leerlas, solo simulando frente a ella que leía para no tener que hablarle. Ella dijo luego que fuésemos a la playa pero yo le dije que no me sentía bien y ella me miró en ese momento con bastante pena y decepción. Supongo que era una pena y una decepción distinta a la que sentía yo. La vi alejarse hacia la playa y me sentí tan mal al darme cuenta que me estaba portando como un imbécil y que estaba haciendo exactamente lo que me había propuesto no hacer cuando planificábamos el viaje. En vez de levantarme e ir a buscarla me fui hacia un bosque cercano a recoger leña para el fuego y recuerdo que vi a una pareja de acampantes haciendo el amor y luego me fumé un cigarrillo y caminé por el bosque juntando maderas secas hasta que tuve un buen montón y regresé a nuestra carpa.
Bajé hasta la playa y me senté junto a ella en silencio y así nos quedamos un rato largo, sin poder ninguno de los dos explicar el porqué de ese silencio. Ella me preguntó si la quería y yo le dije que claro, que era una pregunta obvia y que solo me sentía mal del estómago y que con una buena noche de sueño iba a estar bien y todo eso. Todas las verdaderas maldades nacen en estado de inocencia. Uno vive al día y goza de lo que tiene y no se apura. Uno empieza a decir mentiras, y no quisiera decirlas, y empieza el desmoronamiento y cada día crece el peligro, pero uno va viviendo al día, como en la guerra. Pero yo la quería a ella y a nadie más y por más que lo intentaba no podía explicarme mi conducta. Claro que te quiero, le dije, y si alguien me preguntara por vos le diría que sos la chica más hermosa y buena que existe en el mundo.
A la noche ella se puso a cocinar y yo le conté acerca de la generación perdida, de Hemingway y Scottie, de sus paseos por París y de las excursiones a los Alpes. Ella se reía y me pedía detalles que yo inventaba y el cielo se puso muy negro y con esas estrellas que solo se ven en el campo y desde el lago subía una brisa fría que refrescaba nuestra piel.

Intenté encender el fuego pero las maderas que había recogido a la tarde no prendieron y quedaron como brazos muertos, tendidas sobre la tierra. Espero que otra pareja más afortunada que nosotros las haya usado.

(el fragmento en itálica es de París era una fiesta)

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