jueves, febrero 01, 2007

Tres lindos cubanos

Estoy leyendo un libro que se llama Tres lindas cubanas. El autor es el mexicano Gonzalo Celorio -de quien hace bastante me habían recomendado mucho mucho una novela que no leí llamada Y retiemble en sus centros la tierra, sobre un profesor de literatura borracho que recorre cual Cónsul de Bajo el Volcán las cantinas, bolichones y pulquerías del DF hasta morir-. Bien, en la contratapa del libro decía que era una saga familiar situada entre México y Cuba, siguiendo la historia de los padres del autor y entreverandose con la convulsa historia política latinoamaricana. Ok. Eso no me gustó mucho, no soy muy amante de la literatura latinoamericana, y menos de aquella producida en esa zona "real-maravillosa" llamada trópico. Palmeras, calor, árboles genealógicos complicadísimos, dictadores, etc.. Tristes tópicos de los trópicos latinoamericanos. La empecé a leer igual, y la verdad es que está bastante bien. Basicamente es la historia de la transformación de la mirada del narrador sobre Cuba a lo largo de sus sucesivos viajes a la isla. Desde la fascinación juvenil del estudiante de Letras post Tlatelolco hasta el desencanto del maduro profesor universitario de los 90. Sí, algo conocido: la adultez como antídoto ante los raptos pasionales de los años jóvenes, o -como sostendrían los eternos gauchistes de fe de hierro- del "venderse al sistema" conforme uno va asentándose en la sociedad. Crecer, bah. Como sea, lo que me gusta del libro es como Celorio utiliza los pequeños detalles para ir dando cuenta de su des-enamoramiento con la Isla Rebelde. Las colas que tienen que hacer los cubanos para entrar al cabaret donde canta Bola de Nieve, mientras los turistas pasan sin esperar; la obligación de usar camisa de mangas largas para comer en el restaurant del hotel mientras hace 40 grados a la sombra; la miradas hostiles a su pelo largo -mientras fuera de Cuba el largo del pelo era usado como una señal de rebeldía y de cercanía con el ideario de la "Isla Rebelde"-, el penthouse de Nicolás Guillén (EL poeta nacional) sobre el malecón; el silecioso avance del mercado negro; las playas sin cubanos de Varadero; las medias remendadas de una bailarina del Tropicana que dan cuenta calladamente de las contradicciones culturales del sistema: "Es explicable que las mallas de las cabareteras no sean prioritarias en las nuevas condiciones políticas y económicas de Cuba, pero por qué, entonces, se mantiene vivo -o moribundo- un espectáculo de otros tiempos que en nada se corresponde con el ideario del hombre nuevo que la Revolución cubana propone". Esos detalles, registrados casi lateralmente, como al pasar, van cobrando poco a poco mayor peso en el relato y haciendo mayor cada vez la distancia entre el narrador y el régimen cubano.
Y sobre ese devenir planean como ángeles vengativos, como víctimas ofendidas, las figuras de Lezama Lima, Arenas y Cabrera Infante. Marginados, ocultos, negados. El primero tachado de "conflictivo y antisocial", los otros dos exiliados y palabra prohibida dentro del establishment literario local. Cuba es La invención de Morel de Latinoamérica: la garantía de sobrevida del sistema reside en la repetición ad infinitum de los gestos, poses y discursos que tuvieron sentido y vida hace mucho tiempo. Cuba es un wishful thought, una proyección de lo quiso ser Latinoamérica en un momento y no pudo, no quiso o no la dejaron ser.
Todo esto mientras Fidel se muestra de nuevo (¿vivo? diría Su Giménez, en el archigastado chiste) y, como en La invención de Morel, uno no puede distinguir si ese tape es de ayer, de hace seis meses, de hace dos años o - he aquí el realismo maravilloso tropical- o de los próximos 6 meses, o de los próximos veinte años.
Claro que fuera de esa burbuja las cosas no son mejores, ni más democráticas, ni más libres, tan sólo tienen otras formas y otras velocidades. Y no les queda ni siquiera la ilusión de ser "el territorio libre de América".
Viven, vivimos, al calor de la época.

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