Hay una expresión que me hace correr sudor helado por la espalda. La expresión es: "darle señales al mercado." Sí, debe ser algo atávico debido a mi adolescencia en los años noventa. Cada vez que escuchaba "darle señales a los mercados" significaba que estaban por cojerte. Muy, muy fuerte. Y sin amor.
La Alianza por la Justicia, el Trabajo y la Educación (tal su nombre completo, según recuerdo) hizo un culto de esa frase en los años 2000-2001. Todo era para darle señales a los mercados. Esos días están llenos de movimiento hormonal en mi memoria, pero recuerdo bien los "planes de competitividad" de Cavallo que pretendían solucionar el defasaje cambiario con supuestos incentivos a la inversión. Cavallo, hay que recordarlo, no era un Chicago Boy. Era un ofertista formado en Harvard, algo que lo hacía más potable al paladar progre en aquellos meses frenéticos previos al Apocalipsis. Darle aire a la inversión privada era, por lo tanto, mejor que enfrentarse al bisturí carnicero de los neoliberales alla López Murphy. Les ahorro el resto de la historia.
Tal vez por todo eso, en estas semanas me corre un sudor parecido. No me interesa para nada el debate supuestamente ético (¿cuanto le debemos a JP Sartre por el uso indebido del término "almas bellas"?) del blanqueo de capitales o por la baja de los aportes patronales, sino más bien la reinstalación de ese mantra fracasado de "darle señales" a los empresarios. ¿El mercado, el capital se mueve por señales? ¿Es algo tan subjetivo, tan étereo, como la "confianza" lo que determina a un tipo a invertir, digamos 10 millones de mangos? No sé, yo preferiría un keynesianismo negro y brutal: pagar por cavar pozos y después pagar por volver a llenarlos.
En los viejos apuntes que todavía guardo de historia económica argentina está esa expresión que se repite más o menos cada lustro: el Stop and Go. El ciclo de la ilusión y el desencanto, más o menos, como lo llamarían Llach y Gerchunoff. Después de un tenue período expansivo, la inflación de costos exige un brusco cambio de precios relativos. Devaluación. Vuelta a empezar.
Por eso la sensación incómoda ante los anuncios. La sensación de no poder escapar de esa regularidad secular de la Argentina, el Stop and Go. Claro, ahora no leemos algo que pasó en 1966, en blanco y negro, ahora estamos involucrados nosotros.
La Alianza por la Justicia, el Trabajo y la Educación (tal su nombre completo, según recuerdo) hizo un culto de esa frase en los años 2000-2001. Todo era para darle señales a los mercados. Esos días están llenos de movimiento hormonal en mi memoria, pero recuerdo bien los "planes de competitividad" de Cavallo que pretendían solucionar el defasaje cambiario con supuestos incentivos a la inversión. Cavallo, hay que recordarlo, no era un Chicago Boy. Era un ofertista formado en Harvard, algo que lo hacía más potable al paladar progre en aquellos meses frenéticos previos al Apocalipsis. Darle aire a la inversión privada era, por lo tanto, mejor que enfrentarse al bisturí carnicero de los neoliberales alla López Murphy. Les ahorro el resto de la historia.
Tal vez por todo eso, en estas semanas me corre un sudor parecido. No me interesa para nada el debate supuestamente ético (¿cuanto le debemos a JP Sartre por el uso indebido del término "almas bellas"?) del blanqueo de capitales o por la baja de los aportes patronales, sino más bien la reinstalación de ese mantra fracasado de "darle señales" a los empresarios. ¿El mercado, el capital se mueve por señales? ¿Es algo tan subjetivo, tan étereo, como la "confianza" lo que determina a un tipo a invertir, digamos 10 millones de mangos? No sé, yo preferiría un keynesianismo negro y brutal: pagar por cavar pozos y después pagar por volver a llenarlos.
En los viejos apuntes que todavía guardo de historia económica argentina está esa expresión que se repite más o menos cada lustro: el Stop and Go. El ciclo de la ilusión y el desencanto, más o menos, como lo llamarían Llach y Gerchunoff. Después de un tenue período expansivo, la inflación de costos exige un brusco cambio de precios relativos. Devaluación. Vuelta a empezar.
Por eso la sensación incómoda ante los anuncios. La sensación de no poder escapar de esa regularidad secular de la Argentina, el Stop and Go. Claro, ahora no leemos algo que pasó en 1966, en blanco y negro, ahora estamos involucrados nosotros.