Más que probablemente no pueda ver ni por televisión la asunción de Cristina, la salida de Kirchner. Una lástima, con lo que me gusta el show off político: la ritualización que marca los finales y los comienzos. Decimos: el de Kirchner fue el mejor gobierno de estos últimos 25 años. Decimos: apenas tenemos un recuerdo de Alfonsín (pero intenso); crecimos con Menem (ese fue nuestro verdadero Bildungsroman); De la Rua y Duhalde pasaron como una exhalación, como un hálito cargado de presagios negros (esa fue una maduración repentina, el descubrir los límites de la democracia realmente existente -que son lo límites de nosotros mismos-, ver como todo se puede hacer mierda en tan poco tiempo). Por lo tanto esa afirmación arriesgada del principio (el mejor gobierno de los últimos...) es tan fuerte y tan débil como la trama de historia personal y posicionamiento público - ese ida y vuelta entre la biografía y la Historia- lo puede permitir.
Sin duda, lo mejor del gobierno Kirchner estribó en darle unas buenas puñaladas a los dos relatos más nefastos que el poder sostuvo desde el 83 a la fecha: el relato del "cierre del pasado" referido a las violaciones de derechos humanos, y el relato de la "transformación del Estado" para adaptarlo a las exigencias del poder económico. Y ahí está el núcleo de las críticas que se le hicieron desde el progresismo blanco a Kirchner estos cuatro años: que es pura retórica, que coopta las banderas de los movimientos de derechos humanos, que negocia con las corporaciones sindicales y empresarias por debajo para luego exhibir un discurso centroizquierdista, bonapartismo dirían los amigos del PO, populismo, dice con un gesto de asco la beautiful people de Palermo y alrededores. No deja de ser un mérito haber cambiado el eje del discurso luego de tantos años de hegemonia neoliberal, no deja de ser un mérito haber reinstalado la política (el Estado) en el centro del conflicto social, no deja de ser un mérito haber cascoteado ese sentido común moralizante que sostenía que el gran mal argentino era la falta de "valores, de ética, de decencia".
Pero lo que queda, también, es la sensación de que todos esos cambios están sostenidos con alfileres, que el deficit principal de este gobierno (y del próximo, más que probablemente) es la incapacidad para construir una organización que sustente y empuje los cambios. Una conjunción de buenas voluntades, que bien podría desarmarse ante un cambio repentino de los tiempos. Todo se discute entre nos, las decisiones son herméticas y se custodian con recelo para ganarle la primicia a la prensa, cualquiera que intenté ir más allá lo hace ateniéndose a las consecuencias. Ahí está el gordo D'Elía rumiando la bronca. No es un rasgo exclusivo del gobierno, es el resultado del pasaje de partidos políticos de militantes a partidos espectrales que sólo aparecen dos meses antes de las elecciones, que se comunican con la sociedad vía publicidad. Sin duda, más que en un regreso a la prolijidad de las formas, el aumento de la calidad de la democracia reside en revitalizar el espacio público, en contar con sectores que presionen por sus demandas publicamente, que se constituyan en actores visibles del conflicto social.
Veremos cuanto de todo eso termina pesando más: si el impulso reparador que desde 2003 intentó recuperar derechos y condiciones de vida perdidos gracias al neoliberalismo, o la lógica pequeña y desconfiada que ubica en una persona (o en un par de personas) la capacidad de transformar el país. Ahí nos vemos.
Sin duda, lo mejor del gobierno Kirchner estribó en darle unas buenas puñaladas a los dos relatos más nefastos que el poder sostuvo desde el 83 a la fecha: el relato del "cierre del pasado" referido a las violaciones de derechos humanos, y el relato de la "transformación del Estado" para adaptarlo a las exigencias del poder económico. Y ahí está el núcleo de las críticas que se le hicieron desde el progresismo blanco a Kirchner estos cuatro años: que es pura retórica, que coopta las banderas de los movimientos de derechos humanos, que negocia con las corporaciones sindicales y empresarias por debajo para luego exhibir un discurso centroizquierdista, bonapartismo dirían los amigos del PO, populismo, dice con un gesto de asco la beautiful people de Palermo y alrededores. No deja de ser un mérito haber cambiado el eje del discurso luego de tantos años de hegemonia neoliberal, no deja de ser un mérito haber reinstalado la política (el Estado) en el centro del conflicto social, no deja de ser un mérito haber cascoteado ese sentido común moralizante que sostenía que el gran mal argentino era la falta de "valores, de ética, de decencia".
Pero lo que queda, también, es la sensación de que todos esos cambios están sostenidos con alfileres, que el deficit principal de este gobierno (y del próximo, más que probablemente) es la incapacidad para construir una organización que sustente y empuje los cambios. Una conjunción de buenas voluntades, que bien podría desarmarse ante un cambio repentino de los tiempos. Todo se discute entre nos, las decisiones son herméticas y se custodian con recelo para ganarle la primicia a la prensa, cualquiera que intenté ir más allá lo hace ateniéndose a las consecuencias. Ahí está el gordo D'Elía rumiando la bronca. No es un rasgo exclusivo del gobierno, es el resultado del pasaje de partidos políticos de militantes a partidos espectrales que sólo aparecen dos meses antes de las elecciones, que se comunican con la sociedad vía publicidad. Sin duda, más que en un regreso a la prolijidad de las formas, el aumento de la calidad de la democracia reside en revitalizar el espacio público, en contar con sectores que presionen por sus demandas publicamente, que se constituyan en actores visibles del conflicto social.
Veremos cuanto de todo eso termina pesando más: si el impulso reparador que desde 2003 intentó recuperar derechos y condiciones de vida perdidos gracias al neoliberalismo, o la lógica pequeña y desconfiada que ubica en una persona (o en un par de personas) la capacidad de transformar el país. Ahí nos vemos.