No sé si alguien ayer perdió el tiempo mirando el programa de Majul. Yo sí, perdí unos valiosos - o no tanto - minutos de vida mirando la entrevista a la eterna entrevistada Elisa "esto se parece a Rumania" Carrió. Lo mismo de siempre, nada nuevo: analogías con Hitler, con Isabelita, con el Rodrigazo... Hasta el propio Luisito en un rapto de rara perspicacia le preguntó si no era demasiado. Carrió dijo que comparaba caracteres, y que los caracteres de los líderes políticos eran fundamentales para explicar los fenómenos históricos. "El carácter de De Gaulle salvó a Francia, el carácter de Churchill nos hizo ganar la Segunda Guerra Mundial". Juro que estoy citando. Digamos que esa es un tipo de explicación histórica que ha quedado desacreditada desde hace por lo menos unos cien años, cuando las ciencias sociales comenzaron a basar la historiografía en la longue durée de los procesos sociales y económicos - estructurales, para usar una palabra pasada de moda - que corren por debajo de las decisiones individuales.
El reduccionismo psicologista que expresa Carrió al explicar la llamada "crispación" social por cierta tendencia de Néstor y Cristina Kirchner a "humillar" al campo y a los sectores medios, encubre - con mala fe - tensiones más complejas que involucran no sólo la puja distributiva sino imaginarios culturales, tradiciones políticas y procesos sociales que no se quieren o no se pueden explicitar.
Quiero decir, esto excede las boutades de Carrió. Ese tipo de explicación ad hominem de la realidad es una marca de fábrica de la Weltanschauung de la clase media. Durante el menemismo era la corrupción, las fiestas en el Ski Ranch, la corbatas amarillas, los trajes Versacce, la farandulización. Llenaba de indignación que Xuxa fuera a la Quinta de Olivos o que las odaliscas le bailaran con el ojete en la cara a Menem. Era lo grasa del menemismo. Lo estructural de ese modelo de acumulación, de ese rediseño conservador a gran escala de la sociedad, de esa transferencia de ingresos a los sectores concentrados de la economía, quedaba para los papers de la Flacso o de la CTA. Y con De la Rúa, algo similar. Las causas visibles en los medios y en las conversaciones de a pie eran la siesta, la debilidad, la indecisión. Defectos que, por supuesto, no se ponían de manifiesto a la hora de decidir sin dilación el deficit cero o el recorte del 13% a las jubiliaciones y salarios públicos. Sin embargo, esa visión que adjudica los males públicos a los defectos personales permanece vigente en el imaginario de la clase media argentina.
La política es un asunto personal, de acuerdo. Los líderes se enfrentan y en esa batalla las virtudes, llamémoslas, "carismáticas" tienen su peso. Al momento de una elección presidencial el carácter, el rostro, los gestos, la atracción que se genere sobre el público, ocupan un lugar importante. Pero, a largo plazo, cuando de lo que se trata es de maniobrar las fuerzas históricas, de diseñar políticas públicas que favorezcan a ciertos sectores y perjudiquen a otros, de aliarse con ciertos grupos sociales, de reformar o trasformar (en el sentido que sea) las instituciones, las características individuales, psicológicas, íntimas de las personas pasan a ser una variable secundaria.
Digo, todo esto es sabido y no es cuestión de rasgarse las vestiduras. Pero conviene tenerlo en claro a la hora de enfrentarse con ciertos discursos y de elaborar otros que intenten ser un poco más complejos.
El reduccionismo psicologista que expresa Carrió al explicar la llamada "crispación" social por cierta tendencia de Néstor y Cristina Kirchner a "humillar" al campo y a los sectores medios, encubre - con mala fe - tensiones más complejas que involucran no sólo la puja distributiva sino imaginarios culturales, tradiciones políticas y procesos sociales que no se quieren o no se pueden explicitar.
Quiero decir, esto excede las boutades de Carrió. Ese tipo de explicación ad hominem de la realidad es una marca de fábrica de la Weltanschauung de la clase media. Durante el menemismo era la corrupción, las fiestas en el Ski Ranch, la corbatas amarillas, los trajes Versacce, la farandulización. Llenaba de indignación que Xuxa fuera a la Quinta de Olivos o que las odaliscas le bailaran con el ojete en la cara a Menem. Era lo grasa del menemismo. Lo estructural de ese modelo de acumulación, de ese rediseño conservador a gran escala de la sociedad, de esa transferencia de ingresos a los sectores concentrados de la economía, quedaba para los papers de la Flacso o de la CTA. Y con De la Rúa, algo similar. Las causas visibles en los medios y en las conversaciones de a pie eran la siesta, la debilidad, la indecisión. Defectos que, por supuesto, no se ponían de manifiesto a la hora de decidir sin dilación el deficit cero o el recorte del 13% a las jubiliaciones y salarios públicos. Sin embargo, esa visión que adjudica los males públicos a los defectos personales permanece vigente en el imaginario de la clase media argentina.
La política es un asunto personal, de acuerdo. Los líderes se enfrentan y en esa batalla las virtudes, llamémoslas, "carismáticas" tienen su peso. Al momento de una elección presidencial el carácter, el rostro, los gestos, la atracción que se genere sobre el público, ocupan un lugar importante. Pero, a largo plazo, cuando de lo que se trata es de maniobrar las fuerzas históricas, de diseñar políticas públicas que favorezcan a ciertos sectores y perjudiquen a otros, de aliarse con ciertos grupos sociales, de reformar o trasformar (en el sentido que sea) las instituciones, las características individuales, psicológicas, íntimas de las personas pasan a ser una variable secundaria.
Digo, todo esto es sabido y no es cuestión de rasgarse las vestiduras. Pero conviene tenerlo en claro a la hora de enfrentarse con ciertos discursos y de elaborar otros que intenten ser un poco más complejos.