Nací en Buenos Aires y desde chico la ciencia fue mi vocación. Recuerdo hurgar los jardines húmedos después de las lluvias de otoño en busca de insectos que diseccionaba con la pericia y la crueldad de un experto. Recuerdo también mi habitación de infancia repleta de plantas raras que recogía en ciertos viveros de los suburbios, plantas que sometía a infinitos tormentos con la tranquilidad espiritual que me daba su inmovilidad. Recuerdo el olor de las flores tropicales, de los escarabajos abiertos, de la tierra negra pegada a las lombrices.
Con los años mis apetencias se hicieron más exigentes y dejé los insectos por los anfibios y a estos por los reptiles, y más tarde llegué a los mamíferos que me procuraba, no sin cierta dificultad, entre los animales abandonados del barrio. Aprendí mucho, tal vez demasiado, en esas noches de lúgubres autopsias adolescentes.
Me convertí en antropólogo porque deseaba estudiar la más perfecta de las especies. Comencé a trabajar en un proyecto secreto donde estudiábamos la conducta de los hombres, nuestro laboratorio contaba con decenas de jaulas donde hombres sin familia se sometían temerosos y sumisos a nuestros experimentos. Teníamos la aspiración vana de escribir un tratado definitivo sobre el comportamiento humano demostrado empíricamente. Años después llegué a la triste conclusión de que el anhelo de progreso científico justificaba lo aberrante de nuestras investigaciones, y que esa excusa nos permitía gozar libremente.
Un descuido de un aprendiz echó todo a perder cuando cerró mal las jaulas y los hombres enfurecidos escaparon. Por frustración intelectual o simplemente por miedo huí del país, internándome en las selvas tropicales. Durante meses remonté ríos sosegados que al amanecer se cubrían de niebla y silencio. Me acostumbré al hambre y a las moscas. Aprendí a distinguir los diferentes cantos de las aves. Eventualmente llegué a una aldea de indígenas que me recibieron como a una curiosidad.
Ahora, paso los días recluido en una choza debilitado por la malaria. A veces, sobre todo por las noches que son más soportables, miro a los indios ejecutar sus rituales, festejar la llegada de la lluvia, enterrar a sus muertos, bendecir los nacimientos. Pero hay días en que me asalta la extraña idea de que para ellos, yo soy el objeto de estudio. Creo que ahora, sí, yo soy el observado.
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