miércoles, enero 18, 2006

Genética popular

Hay un tipo, ahí, no se dónde exactamente, pero puede ser en un ubicuo ahí, que rastrea en internet fotos de tipas parecidas a su ex novia. Empezó por azar, una noche que se descubría, como tantas otras, en el afán masturbatorio frente a la pantalla. En un sitio polaco de maduras creyó ver el contorno de unas tetas conocidas. Otra vez en una página de bondange descubrió un rostro que lo hería y le gustaba. Entre las sogas unos ojos le recordaban los ojos de la mujer que ya no estaba. Luego, en un tgp yanqui de lesbianas, un recuadrito le llamó la atención: pero no, no podía ser. Pero sí, podía ser. No costaba nada clickear y averiguarlo. El universo humano al fin de cuentas es finito y los genes que diseñan nuestras caras y nuestros cuerpos son combinaciones proteínicas enhebradas entre un numero finito de posibilidades. Era posible que una puta de Phoenix, Arizona filmada en un cuarto de motel (no vancancy?) teniendo sexo con otra de sus compañeras (una rubia de aspecto cheerleader, digamos) pudiera poseer en su carga genética la exacta combinación de proteínas que determinaran una cara igual a la de ella, unas tetas más que similares, un pelo de la misma textura y movimiento, unas manos con las mismas habilidades, grosor de dedos y ancho de palma. Podía ser que esa trola triste de Oakland, California o Wichita, Kansas o Cleaveland, Ohio representara una copia exacta (o por lo menos exacta hasta donde el sample de las fotos de la página podía mostrarlo) de su antigua novia. Otra trola, no tan triste y no precisamente de Biloxi, Mississippi o Amarillo, Texas o Des Moines, Iowa, sino de aquí cerquita. Pero ahí estaba la prueba, la brutal demostración de la existencia del doble pese a las casi infinitas probabilidades en contra. Amplió las fotos. Cada una en una pantalla diferente. Era ella, no había duda, y la rigidez de su miembro al contemplar ese cuerpo tan, tan conocido se imponía ante cualquier consideración de índole geográfico. Creyó, entonces, haberla descubierto en ese motel de la gran noche americana abrazada a una rubia que le chupaba las tetas con los ojos cerrados. Creyó, digo, recontruir a miles de kilómetros de distancia una comunión fugaz entre esa mujer desaparecida de su vida y su miembro solitario iluminado con la luz celeste de la pantalla, una comunión mediada por las fotos de esa absurda doble yanqui que en la tercera foto descargada penetraba a la cheerleader con un consolador violeta. Porque era, en última instancia una metáfora perfecta de su relación: sólo por intermedio de los píxeles almacenados en un servidor del Medio Oeste norteamericano podía volver a coger con su antigua novia. El cuerpo de esa otra era el cuerpo de ella y esa ficción bastaba para traer a su memoria escenas del pasado real que se fundían (a segundos del orgasmo) con las fotos abiertas en el monitor.
Cuando acabó quiso que las fotos desaparecieran instantaneamente. La realidad retornaba a su reino. Antes de cerrar las fotos las miró por última vez. Y ahí estaba. Ella no tenía el cuello tan largo, ella no tenía las cejas del mismo grosor, ella no inclinaba el cuerpo en el momento final de la misma manera. Ni siquiera los genes hacían bien su trabajo, se dijo, habrá que seguir buscando en otras páginas.

2 comentarios:

Christian Nobile dijo...

Vas bien amigo...

saludos beat

mariano dijo...

te parece? un psiquiatra amigo no piensa lo mismo.
saludos desde el otro lado de El Camino.